Los
recuerdos de
dulces alimentos
de cuando
era niña
vienen siempre
de la
mano de
alguna gentil
alma que
quería
consentirnos a
mi hermano
y a
mi cuando
visitábamos San
Miguel.
La
de mi
abuelita claro,
con los
dulces rompopes
de media
mañana,
preparados por
ella con
tanto amor,
los helados
choco-bananas que
endulzaban y
refrescaban los
días soleados
y las
galletas de
animalitos que
comprábamos en
la tienda
de Don
Teofilito, frente
a nuestra
casa y
con dinero
que ella
nos daba,
que sacaba
de una
pequeña cartera,
dentro de
uno de
sus bolsillos
del pecho,
y estaba
pegado a
su camisa
de seda
rosa, a
través de
una cinta
turqueza. Ella
era así,
cuando nos
visitaba solía
traernos un sabroso pan,
guardado en
una cajita
y enlazado
con una
cuerda.
La
de la prima Leo, ya señorita cuando yo era niña, amable y
enamorada, nos deleitaba con helados de leche y tortas que ella
horneaba, siempre dulces, siempre ricas y siempre a media tarde. La
de su gentil novio y los divertidos paseos en su moto que siempre
terminaban con alguna golosina comprada en el parque, y la de su mamá,
una señora morena, gordita y siempre gentil, recuerdo el ina-cake
que nos dio de postre la última vez que almorzamos en su casa.
La
de la
tía Luz
y sus
spaguettys que
eran almuerzo
frecuente, la
sardina en
la lata
vertical, y
los chigüiles
claro, típicos
de la
tierra.
Y
la de la tía Rosita, gentil y linda, que nos invitó a cenar a su
casa nueva, cerca a la plaza de arriba, nos hizo bailar con sus tres
chiquitas y luego como premio nos dio chocolates Tango a los niños,
la última vez que la vimos.
Dulces
sabores, dulces recuerdos...